Si hay algo que personalmente me cansa son los wargames a puntos. Cuatrocientos contra cuatrocientos, mil quinientos contra mil quinientos, lo que sea. No digo que esté mal, tiene su razón de ser en torneos o para batallas improvisadas, solo digo que me aburre, mucho.
Hay conceptos establecidos que considero inaceptables.
La panacea de los puntos, la igualdad de oportunidades me pone frenético. ¡Espabila! la vida no es justa. Los ejércitos no acuerdan previamente las condiciones del “partido” para igualar los “puntos”. Si yo puedo machacarte con un diez a uno lo haré.
Los terrenos neutros, simétricos y preestablecidos. ¿Cómo? Vamos al “batallódromo” como todas las tardes. “Quita ese bosque que molesta la maniobra de mis caballeros” “Una colina a cada lado para desplegar bien la artillería”. ¿Qué? Una cosa es que lo hiciera Darío (que así le fue) otra que en cada batalla hagamos lo mismo.
La “inteligencia perfecta” en sentido militar (no me refiero al CI, que de eso el gremio suele ir bien servido). Cuantas veces he oído “hoy voy a jugar con…” ¿cuántas veces intercambiamos listas con el contrario antes del despliegue?
¿Cuántos generales contaban con esas ventajas? O peor aún ¿Es divertido contar con esas ventajas? Los wargames son juegos en los que debe primar la decisión (a veces hasta inteligente); el jugador decide como despliega, donde ataca y con qué, y como contrarrestar a su enemigo. La incertidumbre, la niebla de guerra, es un pilar indispensable de la estrategia y de la táctica e introducirlo en el juego hace este mucho más satisfactorio.